Cuatro ataques. El recuento.
Tuve un ataque de ansiedad.
No fue el primero. Pero sí el que me recordó todo lo que creía ya superado.
Puedo contarlos con los dedos de una mano. Cuatro. Cuatro episodios que me han dejado temblando, sin aire, sintiendo que el mundo me traga. El primero que viene a mi mente fue en la CDMX. Era de noche. Alonso aún era pequeño y lo traía en brazos. Cruzábamos un puente peatonal infinito, de esos que atraviesan avenidas con mil intersecciones. Mis piernas comenzaron a paralizarse. Mi mente gritaba que caminara, que avanzara, pero el cuerpo no respondía. Lloré en silencio. No quería que Rodrigo lo notara. No quería preguntas. No quería parecer débil.
Me temblaban las manos. Me costaba respirar. Sentí que algo —alguien— nos perseguía. Y juro que por un instante, lo único que pensé fue en aventarme de ese puente.
No supe qué fue eso… hasta que lo hablé en terapia. “Fue un ataque de ansiedad”, me dijeron. Y con el tiempo he aprendido a reconocerlos: el pecho que se agita, la mente que se llena de voces, las lágrimas que no salen hasta que revientan como tormenta.
Intento distraerme, pensar en otra cosa, pero es como si mi cabeza tuviera una galería de todo lo que no he logrado. Me lanza imágenes, momentos, decepciones, todo junto. Me recuerda que estoy cansada, que no puedo con todo, que la vida —así como va— me está quedando chica.
Cinco años así. Tragándome la tristeza, literal. Llegué a pesar ochenta y cinco kilos solo por evadir. Porque, dime tú, ¿quién va a querer a una mujer gorda, madre, cansada?
Nunca pensé que el problema fuera él. Hasta que un día me pregunté si esa era la vida que quería. ¿Esto es todo? ¿Esto es lo que merezco?
Acababa de conseguir la planta en mi trabajo, y otra vez él arruinaba el momento. Como lo hizo cuando estaba embarazada: en plena pandemia, mandándole videos masturbándose a su exnovia de la juventud. A la que cuando lo enfrenté no dejó de referirse a ella como puta, igual que a las otras más que se fueron presentando en el camino.
Seis meses de embarazo. Sin dinero. Pagando todo. Sintiéndome sola. Y él, como siempre, sin trabajo. Ese día llegó el segundo ataque. Solo quería morirme. Llamé a mi tía y le pedí que me sacara de ahí. No podía más.
El tercero fue en la regadera, un mes después de separarnos. Cerré el agua caliente. Dejé que me golpeara el agua helada en la espalda. Y colapsé. El pecho me estalló. Me arrodillé bajo el chorro y lloré como si alguien hubiera muerto.
Y sí. Alguien había muerto: yo.
No voy a mentir. La vida ha sido generosa desde que me separé. He conocido gente hermosa. Me ha llegado el amor de otras formas. He aprendido otras maneras de vincularme.
Pero el ataque del sábado vino desde otro lugar. Desde esa herida que todavía no cierra: la que me dice que tengo que hacer todo bien para ser querida. La que me exige perfección. La que me recuerda que, si no rindo, no valgo.
Y ahí estaba yo, otra vez, haciendo piñatas. Volviendo al origen. Porque sí: la última piñata que hice antes de dejarlo todo fue también el final de mi relación.
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